Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
El Señor nos invita a una alegría serena e intensa, profunda y arraigada. No nos ofrece un regocijo momentáneo y superficial, hecho de expresiones postizas y carcajadas estridentes.
La proximidad, la cercanía del Señor que se acerca en la Navidad, que vislumbramos en el horizonte ya inmediato, transmite a la liturgia de este domingo un tono gozoso.
La llegada de Jesucristo no suprime de golpe las angustias ni los sufrimientos. No desaparecen los motivos de inquietud, ni las fatigas de cada día. Pero una luz creciente se va instaurando a nuestro alrededor. Es un resplandor nítido que nos permite caminar con mayor certeza y seguridad.
Lo contrario de la alegría cristiana es la insatisfacción que se adueña de quien no sabe para qué vive. Quienes están al borde del abismo o sienten el vértigo del precipicio de la desesperación también necesitan detener su ritmo frenético, recuperar un espacio personal y entablar un diálogo sincero con Dios (cf. Gaudete et exsultate, 29).
El Papa Francisco escribe: “algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo” (Gaudete et exsultate, 57).
Hoy, en silencio orante, nos disponemos a escuchar a Dios, a la Iglesia, a los hermanos y a la realidad que nos rodea. Siempre existen nuevas posibilidades de crecimiento, inéditas oportunidades para entregarle al Señor una parte más significativa de nuestra vida, itinerarios inexplorados para salir de la rutina, la comodidad y el aburrimiento.
“El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada” (Gaudete et exsultate, 1).
Jesús nos dice: “También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,22). Realmente, el corazón humano es capaz de alegrarse sin que nada ni nadie arrebaten la alegría instaurada por el Señor. Por eso, san Pablo nos exhorta: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (Flp 4,4).
La Virgen María nos enseña a orar: “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador” (Lc 1,47).
Ofrezcamos un genuino testimonio de alegría a cuantos viven instalados en la tristeza. El Señor se acerca y Él lo renueva todo.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.