En Cartas del Obispo, Obispo de Huesca
Queridos hermanos en el Señor:
Os deseo gracia y paz.
En el sereno atardecer del año, cuando las hojas de los árboles se convierten en páginas escritas que alfombran las calles, los parques y los jardines. En los días en que el regreso al hogar se hace más apresurado. Cuando el sol se esconde con tímida rapidez. Cuando cada jornada que pasa deja un recuerdo nostálgico que no sabemos describir, miramos a los lejos, en el tiempo más allá del momento inmediato, y vienen a nuestra memoria recuerdos teñidos de gratitud y de esperanza.
Los rostros de nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, pero que siguen vivos en presencia de Dios, regresan acompañados de recuerdos, de escenas y de vivencias. Damos gracias a Dios por todo lo que hemos recibido de ellos, y agradecemos los fragmentos de nuestra común historia compartida, vivida, celebrada y sufrida.
De vez en cuando, algunas lágrimas caen al suelo, para hacerlo más fecundo. Un nudo en la garganta y en el corazón hace que nuestra respiración sea entrecortada, pero no dejamos de respirar, porque deseamos vivir y no solamente sobrevivir.
En los dos primeros días de noviembre hemos celebrado la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos. Son dos jornadas que están unidas en el imaginario del pueblo fiel. Son dos ocasiones que nos ayudan a meditar en los fecundos frutos de santidad de los mejores hijos de la Iglesia, a redescubrir nuestra común vocación a la santidad y a considerar la meta final de nuestra peregrinación terrena.
A través de los santos que nos han precedido, el Señor nos ofrece “el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino” (Prefacio I de los santos). El admirable testimonio de los santos fecunda sin cesar a la Iglesia. “Su insigne ejemplo nos anima y a su permanente intercesión nos confiamos” (Prefacio II de los santos).
La santidad no constituye el privilegio de un grupo selecto, sino el proyecto de Dios sobre cada persona. La santidad, que es un don de Dios y una llamada universal, debe resplandecer en su pleno fulgor en cada cristiano.
“Rezar por los difuntos es una obra buena que presupone la fe en la resurrección de los muertos” (Benedicto XVI, Homilía en la misa en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos, 3 noviembre 2006).
Cuando llegue nuestro momento final, despojados de todo, pero revestidos de Cristo, también nosotros cruzaremos el umbral de la muerte para presentarnos ante Dios justo y misericordioso.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.

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