En Cartas del Administrador Apostólico
+ Vicente Jiménez Zamora
Administrador Apostólico de Huesca y de Jaca
En el debate político y social sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado en las sociedades democráticas y plurales, hay con frecuencia confusión entre laicidad y laicismo.
Laicidad o secularización es la legítima autonomía de las realidades terrenas, que tienen su consistencia, verdad y bondad propias, que el hombre debe respetar. Esta autonomía responde al proyecto de Dios Creador. El laicismo es la radical autonomía, sin referencia al Creador. Esto daña a la dignidad y grandeza del hombre, porque la criatura desaparece sin referencia al Creador. Laicidad es el mutuo respeto entre Iglesia y Estado fundamentado en la autonomía de cada parte. Laicismo es hostilidad contra la religión, ignorancia o indiferencia del hecho religioso. Por eso, sana laicidad no es laicismo.
Ofrezco dos textos clarificadores al respecto del  Magisterio de  Benedicto XVI y Francisco sobre este tema.
El Papa Benedicto XVI dirigiéndose al Cuerpo Diplomático, el 9 de enero de 2006, se refirió también al derecho a la libertad religiosa en las sociedades democráticas actuales. Estas eran sus palabras: “Por desgracia, en algunos Estados, incluso entre los que pueden alardear de tradiciones culturales pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es más bien violada gravemente […] A este propósito quisiera  sólo recordar lo establecido con gran claridad en la declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre son los mismos en todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente tiene que ser reconocido al derecho a la libertad de religión, porque concierne a la relación humana más importante, la relación con Dios. Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las naciones: ¡si no teméis la verdad, no debéis temer la libertad!”.
El Papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro en julio de 2013, en el discurso a la Clase Dirigente de Brasil, decía: “Es fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia. La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas”.
La Iglesia defiende y apoya el principio de laicidad del Estado, que se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular y de lo religioso. El  Concilio Vaticano II afirma la independencia y autonomía de la comunidad política y la Iglesia en su propio terreno, a la vez que reclama la mutua colaboración, porque Iglesia y Estado, aunque por diverso título, están al servicio del hombre (cfr. GS 76).

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