En Cartas del Administrador Apostólico

+ Vicente Jiménez Zamora
Administrador Apostólico de Huesca y de Jaca

Uno de los caminos para superar la actual crisis del sacramento de la Penitencia es la exposición positiva del misterio de la reconciliación. Dios, Padre Santo, que hizo todas las cosas con sabiduría y amor, y admirablemente creó al hombre, cuando éste por desobediencia perdió su amistad, no lo abandonó al poder de la muerte, sino que compadecido, tendió la mano a todos para que le encuentre el que le busca.

La Sagrada Biblia nos muestra a un Dios compasivo y misericordioso. El salmo 102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona a su pueblo y protege a sus fieles desde el cielo. Esta bendición de Dios es retomada con mayor profundidad en el himno del comienzo de la carta de San Pablo a los Efesios (cfr. Ef 1, 1-14).

El sacramento de la Penitencia es un encuentro personal con el Dios de la misericordia, que se nos da en Cristo Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la Iglesia. En este sacramento, signo eficaz de la gracia, se nos ofrece el rostro de un Dios, que conoce nuestra condición humana sujeta a la fragilidad y al pecado, y se hace cercano con su tierno amor.

Así aparece en numerosos encuentros salvadores de la vida de Jesús: desde el encuentro con la samaritana (cfr Jn 4, 1-42) a la curación del paralítico (cfr. Jn 5, 1- 18); desde el perdón de la mujer adúltera (cfr. Jn 8, 1-11) a las lágrimas ante al muerte del amigo Lázaro (cfr. Jn 11, 1- 44). Pero, sobre todo, se muestra la misericordia de Dios en las conocidas parábolas de la misericordia, que recoge el Evangelio de san Lucas: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 1- 31).

Todos y cada uno de nosotros tenemos necesidad de Dios, que se acerca a nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que, como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36).

Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos hace caer en la tentación y en el pecado. Esta situación dramática la describe con todo realismo san Pablo: “Pues sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo” (Rom 7, 18-20).

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